Queridos hermanos y amigos:
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”. Con este versículo comienza hoy el Evangelio de este domingo (Juan 15, 9-17). En él hay una sucesión de palabras que quisiera subrayar: amar, permanecer, guardar, alegría.
Para Jesús el punto de partida de todas estas palabras es Dios Padre: “como el Padre me ha amado”; “yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Jesús nos muestra como la fuente primera y original del amor y la alegría es el conocimiento del amor de Dios Padre.
El amor viene de Dios como nos lo ha mostrado el Hijo. Nosotros no lo podemos alcanzar por nuestras fuerzas, Santo Tomás de Aquino señala a este respecto: “Advirtamos, sin embargo, que nadie puede adquirirla por sí mismo, antes bien es un don que sólo Dios otorga. Por eso dice S. Juan: No es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero (1 Juan 4, 10); es decir, Dios no nos ama porque nosotros lo hayamos amado, sino que nuestro mismo amor a Él es causado en nosotros por el amor que Él nos tiene” (Exposición de los dos preceptos de la Caridad, prólogo).
El amor de Dios, que se da gratuitamente, debe, a su vez, ser alimentado; sirve para ello la comparación con un fuego encendido, el Señor enciende el fuego de su amor en nosotros como una chispa enciende una hoguera, pero después esa hoguera debe ser mantenida, es decir, debemos “permanecer” en su amor. Santo Tomás, en el texto que antes señalaba, dice que lo primero para ello es oír con atención la palabra de Dios, y nos pone el ejemplo de los discípulos de Emaús: “Esta es la razón por la cual los dos discípulos de Emaús, abrasados de amor divino, decían: ¿Acaso no ardían nuestros corazones mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lucas 24, 32)”.
Junto a la escucha, la meditación en el bien, que es ver todo con la visión positiva de Dios sobre todas las cosas que Santo Tomás explica así: “En efecto, sería del todo insensible quien considerando los beneficios que Dios le ha concedido, los peligros de que lo ha librado y la bienaventuranza que le promete, no se inflamase en el amor de Dios”; que lo glosa con unas palabras de San Agustín: “Duro de corazón es el hombre que no sólo no quiere amar, sino que ni siquiera se preocupa por corresponder al amor recibido”.
Permanecer en el amor y mantenerlo encendido, da como fruto la alegría plena. A esto nos invita Cristo, éste es el plan de amor que tiene sobre nosotros. Él quiere que encontremos su propia alegría. La alegría de amar como el Padre ama al Hijo y como el Hijo nos ama a nosotros. Amar y ser amado, ésta es nuestra parada, nuestro destino y nuestra plenitud.
La alegría y el amor que Dios nos da y se extiende a los demás, más aún, crece dándose como nos dice el papa Francisco: “el compromiso que el Señor pide es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de Cristo lo sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor”. (Homilía, 4 de septiembre 2016).
Con todo afecto os saludo y bendigo.
+ Eusebio Hernández Sola, OAR
Obispo de Tarazona