In Cartas Obispo Emérito

Queridos hermanos y amigos:

El pasado viernes, día 14 de septiembre, celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, en este domingo volvemos a poner nuestros ojos en la Cruz de Cristo, pues el Evangelio de hoy (Marcos 8, 27-35) nos vuelve a presentar este misterio de nuestra salvación.

Jesús instruye a sus discípulos sobre su misión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”; nos insiste el texto que Él “se lo explicaba con toda claridad”. Es el cumplimiento de lo anunciado por los profetas, como hemos escuchado en la primera lectura (Isaías 50, 5-9): “Ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante insultos ni salivazos”.

La salvación y la vida de la humanidad dependen del dolor del suplicio de la Cruz, y Cristo ha querido asumirlo, por amor, para que se cumpla el plan de Dios su Padre. Una realidad que es siempre difícil de entender, pero aceptada desde la fe, se convierte en una llave que nos abre el corazón de Dios que es amor.

Es la incomprensión que el mismo Pedro siente de este anuncio de la Cruz y del fracaso de Jesús: “Se lo llevó a parte y se puso a increparlo”; ante esta “buena intención” de Pedro que no comprende las palabras de Jesús, él que es su más cercano amigo y sobre el que como “piedra” va a fundar su Iglesia, recibirá uno de los mayores reproches: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”.

Jesús le hace presente de esta manera cuál es la voluntad de Dios, cuál es el pensamiento de Dios que no coincide con el de los hombres, que se fundamenta en el éxito, lo políticamente correcto, el triunfo.

A su vez, Jesús lanza a sus discípulos la invitación a seguirle por el mismo camino: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Podemos pensar que necesitamos “buscar” una cruz para seguir a Jesús, buscar el sufrimiento o la humillación, pero no es así, lo que Cristo nos ofrece es asumir las realidades negativas de nuestra vida con un espíritu nuevo; no necesitamos buscar una cruz, la debilidad de nuestra condición humana nos presenta muchas “cruces” pequeñas o grandes que tantas veces nos superan y no sabemos cómo afrontar o llevar. La invitación de Jesús es sobrellevar esta realidad de nuestra debilidad y saber que no estamos solos, porque Él está con nosotros, acompañándonos, ayudándonos, mostrándonos su amor. Por ello, podemos decir con el salmo de hoy (114) cuando las fuerzas desaparecen: “Invoqué el nombre del Señor” y con el mismo salmista podremos afirmar: “El Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó. Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída”.

Ver la Cruz como un signo del amor de Dios y del triunfo del bien frente al mal, nos da unos ojos y un corazón nuevos, es la fuerza en medio de la debilidad, lo que nos ayuda a vivir con generosidad y apertura hacia los demás, lo que hace que nuestra vida esté llena de esperanza.

Este gran misterio sólo lo podemos comprender desde la fe que es un don de Dios y, esta fe, producirá en nosotros el obrar según Dios, como nos pedía hoy la segunda lectura del apóstol Santiago (2, 14-18).

Con todo afecto os saludo y bendigo

+ Eusebio Hernández Sola, OAR

Obispo de Tarazona

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