Queridos hermanos y amigos:
La presencia de la Virgen María se hace más intensa en estos últimos días de la Cuaresma. Son muchas las parroquias y cofradías que celebran de un modo especial, el Viernes de Dolores y su septenario que lo precede, recordando los dolores de la Virgen en la Pasión de su Hijo.
La piedad popular ha querido recorrer los escritos del Evangelio y subrayar los momentos dolorosos por los que la Virgen María pasó junto a su Hijo, desde su infancia hasta la sepultura. Desde el anuncio de Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el alma”; hasta el momento en que ve cómo su Hijo es sepultado y la tremenda soledad que desde aquel momento vivirá María.
Es María, la Virgen fiel, que tras su “sí” al anuncio del Ángel ha vivido los momentos más dolorosos de ese sí y ha comprendido, poco a poco, cuál era la misión del Hijo. Como nos dice el evangelio de san Lucas (2, 19), Ella “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.
Tiene que pasar grandes penalidades en su huida a Egipto, junto al Hijo y san José. Comprenderá también junto a san José, que aquel hijo amado y querido, es primero y ante todo Hijo de Dios, cuando se pierda en el templo. Y, llegará al mayor dolor, cuando acompañe fielmente a su Hijo en el camino de la Cruz, como nos dice en el relato de sus dolores: Encontrar a Cristo con la Cruz, camino del Calvario y la Crucifixión y la agonía de su Hijo.
La Iglesia ha querido cantar a este tremendo dolor y, en este tiempo de Pasión, canta el “Stabat Mater dolorosa, iuxta crucem lacrimosa” que podemos traducir: Estaba la Madre dolorosa y llorando junto a la cruz de su Hijo. En medio del dolor de la que padece y sufre, hasta el punto de llorar, destaca su actitud; la palabra “stabat”, no es un estar de cualquier manera, es estar de pie, sin derrumbarse ante el inmenso dolor.
El dolor de María y la Pasión de Jesús, nos hacen poner nuestros ojos en el dolor humano. Son dos seres humanos, como nosotros, que sufren y pasan por el dolor, para ellos tiene un valor redentor. A su vez, este dolor del Hijo y de la Madre, nos invitan a poner hoy nuestros ojos en aquellos que sufren, cuánto sufrimiento propio y ajeno podemos vivir y ver. Si nos encerramos en nosotros mismos, es un camino que conduce al sin sentido, a la depresión y a veces a la desesperación.
Por ello, con María, abrimos el corazón. El dolor humano ha adquirido un nuevo sentido con el dolor de Cristo, como señalaba san Juan Pablo II en su Carta Apostólica, Salvifici doloris (16), con motivo del Año de la Redención: “Cristo se acercó sobre todo al mundo del sufrimiento humano por el hecho de haber asumido este sufrimiento en sí mismo. Durante su actividad pública probó no sólo la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión incluso por parte de los más cercanos; pero sobre todo fue rodeado cada vez más herméticamente por un círculo de hostilidad y se hicieron cada vez más palpables los preparativos para quitarlo de entre los vivos”. Y, aunque san Juan Pablo no la cita aquí, podemos aplicar estas palabras a María.
En estos días últimos de la Cuaresma, leemos lo que en esta carta sigue diciendo san Juan Pablo II: “Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar… Precisamente por medio de este sufrimiento suyo hace posible, que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna… por medio de su cruz debe tocar las raíces del mal, plantadas en la historia del hombre y en las almas humanas… por medio de su cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un carácter redentor”.
No unimos, por lo tanto, a María, la que mejor ha sabido comprender este misterio de amor y dolor. Como decía san Juan Pablo al final de esta carta: “Con María, Madre de Cristo, que estaba junto a la Cruz, nos detenemos ante todas las cruces del hombre de hoy”.
Finalmente, en ese momento de la muerte de Jesús, Él la entrega como Madre al discípulo amado (Juan 19, 25-27). Nosotros también queremos acogerla ahora, hacernos sus hijos. Ella como el Hijo conocen mejor que nadie nuestros sufrimientos y dolores y los de toda la humanidad, pedimos, sobre todo, que si es su voluntad nos libres de ellos. Pero, sobre todo, queremos pedirle que ni ellos, ni nada, ni nadie puedan separarnos jamás del amor de Dios, ni quitarnos las ganas de vivir, para que con Cristo y María llevemos al mundo el consuelo y la paz.
Con todo afecto os saludo y bendigo
+ Eusebio Hernández Sola, OAR
Obispo de Tarazona