En Cartas del Obispo, Cartas dominicales

Estamos metidos de lleno en la celebración de la Pascua, hoy terminamos la primera semana que es toda ella un continuar, como si fuera el mismo día, la celebración del Domingo de Resurrección.

La palabra que mejor expresa el gozo que sentimos es Aleluya, que significa alabad a Dios, a Yahvé. Durante el tiempo de Cuaresma no se canta, se reserva para la Noche Santa de Pascua, donde en medio de las tinieblas, que simbolizan el pecado y la muerte, resplandece con fuerza la luz del Cirio Pascual, símbolo de Cristo resucitado que vence las tinieblas del pecado y de la muerte con la luz de la resurrección. Es ahí cuando la liturgia proclama el Pregón Pascual. Ese himno que se comienza con esa explosión de gozo “exulten por fin los coros de Los Ángeles, exulten las jerarquías del cielo y, por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación”. Continúa recorriendo la historia de la salvación desde una perspectiva cristológica, Cristo con su resurrección da sentido a todo lo que ha pasado. Su máxima expresión son las palabras de san Agustín cuando dice “necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal redentor!”

Exclamar, rezar con la palabra Aleluya es, además de ensalzar a Dios, un compromiso para nosotros, de alabar siempre a Dios con nuestra vida; “los cristianos hemos de ser aleluyas vivientes” (J. Sans Vila). Así lo hicieron los apóstoles después de que Jesús sube al cielo “estaban siempre en el templo alabando a Dios”, son las palabras con las que San Lucas concluye su Evangelio (Lc. 24, 53) y lo mismo hacían los primeros cristianos después de recibir el Espíritu Santo, “alababan a Dios y eran bien vistos de todo el pueblo”, (Hech. 2, 47).

Estamos celebrando este tiempo de Pascua para gozar de la victoria de Cristo, que es también la nuestra. Para vivir ya como resucitados, porque todo ha cambiado con este triunfo de Cristo. La luz nos acompaña siempre y, por tanto, las tinieblas ya no pueden estar en nuestro corazón. Es decir, el miedo y la desesperanza no son compatibles con la vida de resucitados.

La muerte está muerta y la vida ha triunfado. Por tanto, los fracasos y las desgracias no tienen la última palabra. Tenemos que apostar por la vida, es decir, estar al lado del débil, del triste, del abatido para darles esperanza, ánimo y muchas fuerzas; motivos para no desfallecer, para no desesperar. Tenemos que iluminar sus vidas con nuestra certeza de que estamos salvados para siempre.

Este segundo domingo de Pascua es el domingo de la Divina Misericordia, instituido por el Papa San Juan Pablo II el año 2000, con la invitación a confiar en Jesús en su infinita misericordia, que siempre nos acompaña. La Misericordia brota, de forma simbólica, del costado de Cristo y nos invita a ser misericordiosos con nuestros hermanos, que nadie sea indiferente para nosotros. Sin duda, es un gran compromiso para vivir este tiempo de Pascua y durante el resto del año.

+Vicente Rebollo Mozos.
Obispo de Tarazona

 

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